Durante años me consideré la peor madre del mundo. Aún pienso así cuando mis hijos tienen problemas. Hasta me consideré culpable durante años de la muerte de mi marido a causa del cáncer, como si el cáncer pudiera haberse detenido solo por el hecho de que yo renunciara a tener hijos con un hombre de incierto futuro a causa de un pronóstico desolador. Me empeñé en tener unos hijos al extremo de mi fertilidad, al extremo aún mayor de la de mi marido, pues si bien yo estaba al borde del cataclismo ovárico, él iba a perder completamente su capacidad reproductora a causa de los tratamientos contra el cáncer. Su futuro fue congelado en una pipeta a -196 grados y empezaron las in vitro, las radiaciones y las incertidumbres más terribles de nuestras vidas.
Él nunca quiso tener hijos, yo había renunciado a ellos por amor a un hombre veinte años mayor que yo, y por qué no decirlo, porque su fuerza y su voluntad me había convertido más en su hija que en su pareja en numerosas circunstancias. Y las hijas aman a sus padres y si además los aman como maridos, amigos, compañeros, maestros… les dejan decidir sin saber lo que están cediendo, hasta aquello que es intransferible: el deseo de maternidad.
Deseaba tener hijos y había reprimido mis instintos, pero cuando se desató su enfermedad, nos dijeron que lo de los hijos era ahora o nunca jamás, y cambió de opinión, no sé si por miedo a morir o por complacerme. Después, todo sucedió a la vez. El recrudecimiento del cáncer, la posibilidad de la muerte, la necesidad maternal, el miedo a perder al hombre, al padre, al único amigo, las conversaciones y los hechos ciertos más enterrados en el alma, los hijos y la felicidad familiar de todos.
Recuerdo aquella época de médicos como una pesadilla que le sucedió a otra persona. Los tratamientos se solapaban. Un día íbamos a lo mío, a mirar folículos, como oscuros agujeros negros en una pantalla gigante de un carísimo centro de fertilidad y otro día íbamos a lo suyo, a abrir el sobre sorpresa que nos daba la enfermera y que cada tres semanas ofrecía el futuro familiar en una suerte de numerología de la hemoglobina que el oncólogo interpretaba más con artes de adivinación que de ciencia pura.
En esa vorágine de cosas que unos meses antes solo eran impensables, concebí a mis dos hijos, por el procedimiento más difícil posible y un empeño de inmortalidad instintivo que iba más allá de mis pensamientos. Nunca me he sentido más sola y desolada como en la consulta de aquella clínica, a la que no siempre podía acompañarme el enfermo, mirando un cuadro bastante bonito de olas sobre la arena de una playa. Nunca olvidaré ese cuadro.
La primera in vitro fue un fracaso, que no llegó ni a implante y la segunda, pasamos de seis óvulos hermosos a uno solo, que aun así, fue extraído y fertilizado con la mano de dios de un especialista ante un microscopio. A los dos días, teníamos un óvulo fertilizado. Normalmente, en los tratamientos de in vitro se espera a que los cigotos se desarrollen un poco, se dividan en dos, cuatro, ocho, para ser implantados, pero esto es porque suele haber varios óvulos fertilizados y se espera a ver cuál es de más calidad para garantizar un mayor éxito de implantación. Con mi hijo mayor no había nada que escoger. Era un óvulo fertilizado como cualquier óvulo fertilizado por medios naturales, solo en el mundo de su vaso de Petri, en lugar de en una trompa de falopio. Me preguntaron si quería implantarlo ya mismo, sin esperar a la división, pues la cosa podía torcerse. Recuerdo que me dijeron: “En ningún sitio va a estar mejor que en el lugar donde se supone que debe estar”. Acepté pensando, medio en serio, medio en broma: “Él decidirá si quiere seguir dividiéndose”.
Cuando llegó el momento del implante, me enseñaron por pantalla el óvulo y la doctora gritó entusiasmada y genuinamente sorprendida: “¡Se ha dividido!”. Y allí estaban las dos células, que me parecieron los anillos olímpicos de la pasión y de la constancia.
Con esa frase me quedé. Me quedé para siempre, “¡Se ha dividido!”. Y pensaba y pienso en ella cada vez que mi hijo mayor persigue la lógica de las cosas hasta la extenuación, realiza su pregunta número doscientos del día, impone esa voluntad hermosa y vital que saca de no se sabe dónde, pero gracias a la que parece saber cuál es su lugar en el mundo desde el mismo día de su viaje por un tubo artificial. He tenido el inmenso privilegio de observarlo desde su primera división. También, y conjuntamente, he tenido la nefasta necesidad de convertirme en la mejor madre del mundo para tapar esta horrible sensación de ser la más irrelevante, la más culpable, la que menos cree en la magia.
El tiempo ha venido a demostrarme que mis dos hijos se han comportado desde su nacimiento como les ha dado la gana desde la primera división y que yo, en cambio, solo soy, como todas, una madre fatal porque estoy encima siempre, porque trato de entrenarles para que no se queden atrás en las tareas, porque no les castigo, porque creo que hay algo más que el amor en esto de educar pero no sé qué es ni siento que estoy cerca de hallarlo. Mucha gente me aplaude porque escribo de educación, porque voy a ver sus tutoras y directoras del colegio para tratar de conseguir el apoyo educativo que necesitan, pero me siento una farsante. Yo no tengo ningún mérito.
Las madres no lo tenemos, a no ser que consideremos nuestra mitad genética como un logro personal. Yo estoy orgullosilla de poseer un cierto talento, una cierta imaginación, un humor heredado de mis muy simpáticos padres y abuelos, pero todo lo demás —mi espíritu indómito, solitario, rebelde, de exacerbado sentido de la justicia, de inmenso vacío y pérdida y culpa y dolor y de saber lo que es la muerte y la fugacidad de todo— me parecen cargas tremendas con las que solo aplasto a los hijos sin que sean conscientes de mi densidad.
Ellos me quieren, nos adoran siempre, sin ser conscientes de nuestro poder, de nuestro peso en sus culpabilidades futuras.
Me dicen que soy la mejor madre del universo, mientras yo pienso que tal vez, con todo lo que hago, desde concebirlos fuera de mi cuerpo sabiendo que podían crecer sin un padre que compensara esta tremenda batalla que es cuidar, vivir y educar, soy sin ninguna duda, la peor madre del mundo. Quizá todas somos las dos cosas y nos vamos alternando. Eso espero.